Una de las mayores diferencias entre mercados anglosajones y el nuestro en temas de emprendimiento se encuentra en la valoración que se hace del fracaso, o más concretamente del emprendedor que fracasa. Es una lucha que sigo ya hace un par de décadas, y aunque hemos avanzado algo, la sociedad sigue estigmatizando a quien le ha ido mal un negocio, al fracasado, sin más. Al margen de la simpleza con la que se utiliza aquí el término, en un todo o nada en el que o arrasas o fracasas, el antagonista del triunfador es el perdedor como contraposición al éxito, y no con la acepción del looser, el perdedor que lo es más bien por no intentarlo, el que por cobardía, miedo o incapacidad no se pone al timón de su vida (muy anglosajón también) o al frente de su proyecto, más de por aquí.
Hace tiempo que he llegado a la conclusión de que la primera causa de esta confusión brutal y simpleza de análisis radica precisamente ahí, en que nuestra sociedad no está habituada a analizar prácticamente más allá del resultado. Para familia, amigos, vecinos o conocidos, te va bien o mal… y no pases de ahí, porque hablar de riesgos asumidos, de análisis de mercados, estrategias inadecuadas, regulaciones o factores externos, sonarán a excusas del fracasado. En sentido contrario, de los que triunfan, poco más podrás oír decir que «le va muy bien», porque no sólo siguen sin las herramientas para analizar el porque sí o porque no, sino que tampoco les importará mucho más, no hay una cultura emprendedora ni un mínimo interés para extraer lecciones ni de uno ni de otro caso.
Y así las cosas, seas legal o ilegal, fracases por incapacidad o triunfes de casualidad, sean el mérito o la culpa tuyos o compartidos, el análisis final de tu desempeño emprendedor fuera de tu entorno laboral se quedará en «la va muy bien» o «le ha ido muy mal». Prepárate si estás en este segundo grupo. No me resisto a incidir en lo de entorno laboral, no cercano, ni familiar… ni padres, ni hermanos, ni pareja, ni amigos, ni siquiera íntimos, van a reconocerte más allá del trabajo o esfuerzo dedicado. Un emprendedor que fracasa, aún en el más liviano proyecto a tiempo parcial o aún impulsado por simple entretenimiento, pierde hasta el voto. No sabe. Su opinión vale como mucho la mitad. Se queda en tierra de nadie, resignado a recibir mensajes de ánimo y consolación, lejos de una merecida comprensión. De lo mejor que he oído de alguno, es que era un visionario; siguiente escalón iluminado, espabilado, listillo y ya bajando por todos los niveles hasta desnudarlo intelectualmente de cualquier capacidad. Un tonto de capirote que se la pegó y bien, normal. – ¿A qué se dedicaba? – A algo de internet.
Si lo vuelve a intentar, un loco. Si vuelve a fallar, se incrementa el grado y se le baja la credibilidad si le quedaba alguna. Y así hasta que se quite el sambenito triunfando, que será la única salida digna para restituirle la conducta. Conozco profesionales brillantes, que con proyectos de primera línea han llegado a integrarse en compañías líderes en sus sectores, y sufren esta absurda forma de juzgar. Me confiesan que lejos de considerarlo un éxito, en su entorno más cercano la sensación es de alivio: no valían para emprender.
Un emprendedor sabe perfectamente que asume un riesgo, y aunque habitualmente lo tasa muy por debajo del real, tiene bastante claro que la tarea será complicada, que estará llena de trabas, obstáculos, incertidumbres y factores internos y externos y que la probabilidad de que se vaya al traste es elevada. El que lo sabe, aún fallando en su intento, no se deja nada atrás: acertaba al saber que podía fallar, trabaja, apuesta, pierde y en cualquier caso gana. Gana cuando aprende, gana al adquirir capacidades nuevas, de tipo técnico como gestión, organización, producción, tecnología, pero también en capacidades personales, la más habitual, resiliencia.
Independientemente de lo que ocurra con el proyecto y su salida, un emprendedor no fracasa.
Javier Represas
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