Hace unos días, comentaba en un ambiente distendido el caso del centro comercial Dolce Vita, en A Coruña. Cierra por la crisis, dicen los medios. Cierra porque no tiene mercado suficiente, con crisis o sin ella. La superficie comercial de la ciudad triplica casi la media europea, y las aperturas de otros centros comerciales no han hecho sino desplazar la demanda. Obviamente, los promotores del centro podrán aducir que en su momento no sabían lo que iba a pasar después. Discutible, cuando ya existían los proyectos en marcha, o cuando la normativa vigente permitía llegar a esta situación de colapso. Pero eso es harina de otro costal.
En lo que quiero centrarme es en el comentario de uno de los presentes, postura con la que ya me encontré en algún otro foro previo: «… se trata de capital privado». De ahí a hablar de especulación, mala gestión, mal posicionamiento o pésimas inversiones no hay nada, pero más que en las causas, quiero incidir en las las consecuencias. Los centros comerciales, como cualquier otra actividad empresarial requieren de inversión, que no ha ido a otros proyectos; requieren de personal, que lamentablemente en este caso provocaron una auténtica debacle en el comercio minorista de la ciudad; requieren de recursos públicos, no sólo por su tramitación y control, sino por facilitar el acceso, la seguridad o los planes especiales de protección, etc. etc. Cuando se viene abajo un proyecto, deja tras de sí destrucción de empleo, créditos impagados, deudas a proveedores, y en estos casos además, cierres de establecimientos que se ven atrapados dentro de las instalaciones de los centros. Genera pobreza.
Lo que no genera riqueza, genera pobreza. No hay un suelo neutro. Al igual que el éxito de una nueva empresa, una nueva planta, o un nuevo negocio, generan riqueza a su alrededor, creando puestos de trabajo directos e indirectos, servicios relacionados, proveedores, pago de impuestos, y dinamismo en su entorno, el fracaso de los mismos provoca el término inverso.
Cada proyecto, empresarial o no, desde el más humilde emprendedor al más apoyado proyecto institucional o corporativo que fracasa genera a su alrededor una depresión económica que arrastra a empleados, proveedores, en algunos casos a clientes, y con toda seguridad y en último término a la sociedad en general y en particular a su entorno más cercano.
Comenzaba hablando del centro comercial, pero no es un problema de dimensión. Dos proyectos de emprendedores en esta misma ciudad han tenido que cerrar sus puertas este pasado mes. Uno de ellos esperando acabar la campaña de navidad para salvar lo insalvable. Pagos a proveedores colgados, rentas de alquiler, crédito bancario y póliza, impuestos, y empleados con dos y tres nóminas pendientes. Eso sin contar que en su caída, la desesperación por aferrarse a la posibilidad de sobrevivir, les ha llevado a bajar los precios de forma significativa, afectando también a sus competidores a los que en algún caso han «quitado» clientes, que ahora, además, se ven también privados del servicio.
Desde este punto de vista, y teniendo en cuenta que cuatro de cada cinco proyectos emprendedores fracasan en los primeros años, ¿no deberíamos plantearnos antes si es necesario rebajar esta tasa de destrucción antes de apoyar indiscriminadamente el emprendimiento porque sí? Aún estando de acuerdo en la existencia de otros beneficios adicionales, como la adopción de esa cultura emprendedora o el preparar a los propios emprendedores para abordar nuevos proyectos con mayores garantías (algo que también podríamos poner en tela de juicio), quizá deberíamos al menos establecer mecanismos que rebajen esa tasa de fracaso, evitando en primer término la situación crítica a la que se está llevando a miles de emprendedores y a sus familias, que con todas las ganas y toda la voluntad, caen en la trampa de lanzarse del avión sabiendo que sólo uno de cada cinco paracaídas va a funcionar.
A priori, ¿no os parece una irresponsabilidad?
Javier Represas